Anoche se
tapó los ojos, aceleró y se precipitó al vacío,
desoyó la voz de sus lamentos pasados
y creyó que
si aterrizaba de nuevo en su pecho
podría sanar
las heridas de sus carencias.
Se abalanzó
sobre su piel expectante, en llamas,
pero él respondió con dos halagos, alguna caricia
y un deseo vago y lleno de incógnitas.
Hoy no deja
de pensar que está haciendo algo mal
que es ella
la que pierde los papeles,
la que vuelve
a equivocarse de persona.
Quiere
extirpárselo, acabar con esto, maldecirle,
dejar de
sobresaltarse cuando suena el teléfono,
de resignarse
a la decepción cada vez que no es él.
Él, que apenas
había pasado de mera anécdota,
que sólo era
alguien con quien quemar alguna noche,
pero que
dejaba tras de sí una estela que ahora la
atraviesa, que
la desangra con saña, que la consume.
Siente en
las tripas la embestida de un miedo viejo
la hiel de
unos celos absurdos, el mal de la indiferencia.
Se sabe equivocada,
se tortura repasando sus errores,
pero no
puede evitar que él le importe más a ella,
de lo que
ella le importará jamás a él.
Y así está
otra vez, sentada en su cama, insomne,
tarada, resentida,
culpable, agria, torpe, torpe, torpe…