Al principio
era un pliegue cabalgando aturdido sobre las olas,
un
cuadradito de plata que apenas se avistaba desde la costa.
Avanzaba
hacia la orilla girando veloz sobre sus aristas afiladas
que de a
poco se desplegaron en partes nítidas y geométricas
y
resplandecían untadas de una lustrosa capa de agua marina,
expuestas
al sol, al cielo, a la vista de todo el que quisiera mirar.
El compás
de su danza delirante aminoró al acercarse a la playa,
mientras los
filos de su silueta comenzaban a perder ferocidad,
se
torneaban y se hacían dóciles bajo la luz de aquel día claro.
Así parecía
de mercurio, de cristal, de espejo convexo
imposible
y sus
recién estrenadas curvas recordaban a
las de una ondina,
a una náyade acuática de cola metálica y torso de piel de mujer.
Salvó los
últimos metros nadando y quedó varada en
la arena,
como una
joya traída desde la tumba honda de un naufragio,
escupida
por las corrientes muy lejos de allí donde pertenecía,
hermosa y
vulnerable, desterrada por y para
siempre del mar.
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